sábado, 10 de junio de 2017

Santidad y cercanía de Dios Uno y Trino

Mañana celebraremos en la Iglesia la Solemnidad de la Santísima Trinidad, y el próximo jueves, la Solemnidad del Corpus Christi.


Son dos grandes misterios de nuestra fe en los que vale la pena meditar durante estos próximos días. El Espíritu Santo, Altísimo Don de Dios, nos ayudará a sacar mucho provecho de nuestra reflexión orante.

En la Primera Lectura del próximo domingo, leeremos, en el Libro del Éxodo, el restablecimiento de la alianza de Dios con su Pueblo Israel.

Yahvé mismo había dado las dos tablas de la Ley a Moisés, en la cima del Monte Sinaí. Eran dos tablas de piedra, escritas por los dos lados por el dedo de Dios. Contenían los mandamientos del Decálogo, es decir, los principales preceptos de la Ley Natural, que Dios quiso dejar escritos para que su Pueblo los siguiera uno por uno, y así alcanzara la felicidad verdadera.

Pero los hebreos eran un pueblo de dura cerviz y, como Moisés tardara mucho en bajar del monte, decidieron construir un becerro de oro. Al bajar Moisés del Sinaí se encontró con el triste espectáculo del pueblo entregado a la idolatría. ¡Qué contraste! Moisés tenía en sus manos las tablas escritas por el mismo Dios y, el pueblo despreciaba a ese Dios lleno de misericordia, adorando un becerro de oro.

Moisés se llenó de irá y, en la falda del monte, destrozó las tablas de la Ley.

Gracias a la oración de Moisés, en favor del pueblo, y al arrepentimiento de los israelitas, Yahvé decidió renovar la alianza que había hecho con ellos. Y pidió a Moisés que, en dos nuevas tablas de piedra también, él mismo escribiera el contenido que Dios había escrito en las primeras tablas. Y Moisés así lo hizo y subió de nuevo al monte Sinaí, donde Yahvé le manifestó su gloria.

Al pasar Dios delante de él, Moisés se postró en tierra y le adoró, diciendo:

Si de veras he hallado gracia a tus ojos, dígnate venir ahora con nosotros, aunque este pueblo sea de cabeza dura; perdona nuestras iniquidades y pecados, y tómanos como cosa tuya” (cfr. Primera Lectura, Ex 34, 4-6, 8-9).

En esta ocasión, el Señor se muestra más cercano que en la primera teofanía del Sinaí. Por eso los israelitas podían exclamar:

Porque ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos, como lo está el Señor nuestro, cuantas veces le invocamos?” (Dt 4, 7).

Nuestra fe nos lleva a adorar a Dios, a postrarnos delante de Él con todo nuestro amor y respeto, porque es el Dios Altísimo, el Tres veces Santo. El sentido de lo sagrado es un elemento esencial del cristianismo.

Llevamos décadas en que avanza un proceso de desacralización, es decir, de ignorar la dimensión sagrada en la vida del cristiano. Es urgente recuperar el sentido de lo sacro.

La acción sagrada es aquella

que se destaca del cotidiano acontecer y actuar merced a una frontera claramente recognoscible” (Joseph Pieper, ¿Qué significa sagrado?, Ed. Rialp, Madrid 1990, p. 24).

Las acciones sagradas se “celebran”. Por lo tanto, la acción sagrada es diferente a un acto puramente interno, de oración, de amor, de fe. Es un acto no corriente. Además, es un acontecimiento real, que tiene lugar en formas visibles, en el lenguaje perceptible de las invitaciones y respuestas, en acciones corporales y gestos simbólicos.

En la acción sagrada se da algo efectivo y real en sentido fuerte y drástico. Se da en ella una presencia de lo divino. Dicho de otro modo: tiene un carácter “sacramental” (cfr. ibídem).

Las acciones sagradas no solo significan algo divino, sino que lo hacen presente y real. Dios, Uno y Trino, es el único que actúa de verdad en la acción sacramental: perdona los pecados, purifica, alimenta con el verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo…

Las acciones sagradas son inefables y están envueltas en el misterio pero, al mismo tiempo, a través la economía sacramental instituida por Cristo, son acciones de un Dios cercano: el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Las Solemnidades de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi se celebran en la misma semana del año. Es el Dios Uno y Trino el que está realmente presente, de manera sustancial, bajo las especies sacramentales (los accidentes del pan y del vino), y al alcance de todos.

Acercándonos al aniversario de la segunda aparición de la Virgen en Fátima (13 de junio de 1917), podemos escuchar nuevamente sus consejos: adorar al Padre, Hijo, y Espíritu Santo, en la presencia Eucarística, y reparar delante del Santísimo por todos los pecados del mundo, para consolar a los Corazones de Jesús y de María.



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