sábado, 5 de julio de 2014

La virtud cristiana de la humildad

Los textos de la liturgia de la Palabra de este Domingo XIV durante el año son los siguientes: Za 9, 9-10; Sal 144; Rm 8, 9. 11-13; Mt 11, 25-30. Todos, de una u otra forma, nos hablan de la virtud cristiana de la humildad. Hasta el domingo XVII los Evangelios presentan las parábolas del Reino. Y uno de los valores fundamentales del Reino es la humildad: “aprended de mí —nos dice Jesucristo—, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).

Jesús entra en Jerusalén (Giotto, Capella degli Scrovegni)

Pero, antes de entrar el el tema de domingo, quisiéramos sugerir a nuestros lectores, a propósito del post de la semana pasada en el que comentábamos el fallecimiento de Joe Lomangino, que vieran el vídeo que ha preparado Antonio Yagüe: El Milagro de Garabandal tras la muerte Joey Lomangino.

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La virtud de la humildad es una virtud fundamental de la vida cristiana. Las mayores virtudes son las teologales (fe, esperanza y caridad). La humildad es una virtud humana, que no tiene como objeto al mismo Dios, pero que es imprescindible para vivir las virtudes teologales. Su misión es quitar los obstáculos que nos impiden creer, esperar y amar a Dios con todo nuestro corazón.

¿Dónde se encuentra esta virtud asentada? En el corazón del hombre, es decir, en lo más íntimo de su ser, en el yo profundo, en el lugar en el que se escucha la voz de Dios y se toman las decisiones.

Desde los primeros tiempos de la Iglesia, los Padres tuvieron la intuición de que la virtud de la humildad es decisiva para avanzar en la progresiva incorporación a Cristo. Informa a las demás virtudes humanas y morales (prudencia, justicia, fortaleza, templanza) y ”sin ella —como dice Miguel de Cervantes— no hay ninguna que lo sea” (Coloquio de los perros).

La humildad es la virtud de los pobres de espíritu, que se saben pequeños y necesitados, que cuentan para todo con la gracia de Dios.

Se pueden señalar como tres grandes ámbitos en los que se vive la virtud de la humildad: con Dios, con los demás y con nosotros mismos.

La humildad con Dios es reconocer, en todo momento, la grandeza de Dios y tener siempre una actitud de adoración, sumisión, acción de gracias y alabanza hacia nuestro Creador, Redentor y Santificador (Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo). Un hombre humilde es el que vive en la presencia de Dios y busca darle toda la gloria, sin quedarse él con ninguna. San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, solía expresar esa actitud con un deseo grabado profundamente en su alma: “¡Que sólo Jesús se luzca!”. Es decir: que sea el Señor quien aparezca en mi actuar, en mis palabras, en mis obras; que yo sea, sólo, un instrumento suyo, a través del cual Él actúe. Es también el lema de vida de San Juan Bautista: “Conviene que Él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30).

La humildad con los demás la vivimos a través de la naturalidad. Se es humilde cuando sabemos ser flexibles para adaptarnos a las necesidades de nuestros hermanos, hacerles la vida agradable y facilitarles el camino de santidad en la tierra. Es la soberbia (vicio capital que se opone frontalmente a la humildad) la que estropea las relaciones entre los hombres y dificulta todo entendimiento y comprensión entre nosotros. Con una persona humilde se está a gusto porque sabe ocultarse y desaparecer; sabe estar en su sitio. De esta manera, la humildad —como decía San Agustín— viene a ser la morada de la caridad.

La humildad con uno mismo se puede expresar con la frase de Santa Teresa: “la humildad es la verdad”. Un hombre humilde es el que, al mismo tiempo, conoce su grandeza y su pequeñez. Por una parte, se sabe hijo de Dios, templo del Espíritu Santo, comprado a gran precio por la Sangre de Cristo. Pero también conoce su miseria, sabe que es como polvo elevado por el viento e iluminado por los rayos del sol, que brilla maravillosamente, pero con un brillo que procede de Dios. Este doble conocimiento permite al hombre situarse ante el mundo, con confianza y seguridad (porque es hijo de Dios) pero con desconfianza hacia sí mismo, porque reconoce que está hecho de barro y si se aparta de Dios es capaz “de todos los errores y de todos los horrores” (San Josemaría Escrivá).

Por último, señalamos tres virtudes que son como partes integrantes de la humildad: la sinceridad (reconocimiento de la verdad), la docilidad (obediencia a la verdad reconocida) y la sencillez (hábito de elegir el camino más derecho y simple entre los posibles para actuar según la verdad).

Estas consideraciones las hemos tomado de E. Burhart y J. López, Vida cotidiana y santidad en las enseñanzas de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, Volumen II, pp. 383 ss.

No podemos terminar estas reflexiones sobre la humildad sin hacer una referencia a Nuestra Señora, Esclava del Señor. En Ella tenemos un modelo perfecto de la verdadera humildad (además de nuestro modelo supremo en todo, que es Jesucristo). «Porque vio la humildad de su esclava, he aquí que, por esto, me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1, 48).

Para finalizar, transcribimos, como ya va siendo habitual, algunos textos de los Dictados de Jesús a Marga, que tienen relación con la virtud cristiana de la humildad (cfr. ver sitios sobre el Tomo Rojo y el Tomo Azul).

Mensaje del 12 de junio de 2006

Jesús:

Hija querida de mi Corazón de Padre, Corazón de Dios.

¿Cómo me quieres tanto, Jesús? (palabras de Marga)

Llora, pero llora con paz y por alegría. Por alegría de saberte amada hasta la muerte, y muerte de Cruz.

Yo te amo, te amo por los que no te aman. Jamás os podéis sentir huérfanos y solos: ¡os ama Dios!

Yo preparo tu corazón. Déjate preparar. Mira cómo se le caen las escamas que lo protegen y le hacen duro. Con la humildad y la humillación hago a vuestro corazón semejante al Mío.

Mensaje del 2 de mayo de 2008 (última parte)
(Primer Viernes)

Virgen:

Mira, hija, Yo he querido purificaros muchísimo. Me sois necesarios en el estado más puro que podáis. Y para eso tenéis que desprenderos de muchas cosas.

¿De verdad sois todos esos «niños buenos» que aparentáis?

Hijo, refórmate, porque nada hay oculto que no llegue a descubrirse. Refórmate, porque Yo pido mucho de ti. No estés engañado sobre ti mismo. Conoce tu realidad y piensa: así me ama Dios, ¿no voy a amar yo igualmente a todos? Humildad. Humildad y paz.

Veréis qué bien se está. Qué bonitas las relaciones entre vosotros y cuánto amor.

Purificaos. Y humildad y paz. Así alcanzaréis la paz. Sacrificio y humillación. Es lo que hace al alma digna de Dios. ¿O es que queríais presentar al Señor una ofrenda no válida? Las ofrendas para Dios, son las mejores. El alma purificada es la mayor ofrenda y la mejor que le podéis dar.

Y  cuando Yo ya os haya purificado, porque os habéis puesto en mis manos, saldréis a convertir al mundo. No antes.



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