viernes, 20 de diciembre de 2013

El Silencio de San José

Para poder vivir bien la Navidad, ¿qué mejor que contemplar a María y a José, que estuvieron tan cerca del Niño en su Nacimiento, y que, desde el Cielo, están dispuestos a ayudarnos para también nosotros podamos estar muy cerca de Jesús durante estos próximos días?


Para aprender un poco más del amor de San José, reproducimos a continuación algunos párrafos de una homilía que pronunció el Cardenal Joseph Ratzinger, en 1992 (cfr. J. Ratzinger, De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos Santos, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 37-42). Referencias a la Sagrada Escritura: Mateo 1, 16.18-21.24ª. Entre corchetes hacemos algunos comentarios a las palabras del Cardenal.
Homilía en el oratorio de las Hermanas de la Madre Dolorosa de Roma, el 19-III-92, Solemnidad de San José
«Hace poco pude ver en casa de unos amigos una representación de San José que me ha hecho pensar mucho. Es un relieve procedente de un retablo portugués de la época barroca, en el que se muestra la noche de la fuga hacia Egipto. Se ve una tienda abierta, y junto a ella un ángel en postura vertical. Dentro, José, que está durmiendo, pero vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata difícil. Si en primera impresión resulta un tanto ingenuo que el viajero aparezca a la vez como durmiente, pensando más a fondo empezamos a comprender lo que la imagen nos quiere sugerir».

1. «Mi corazón vigila»

«Duerme José, ciertamente, pero a la vez está en la disposición de oír la voz del ángel (Mt II, 13, ss.). Parece desprenderse de la escena lo que el Cantar de los Cantares había proclamado: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant, V, 2). Reposan los sentidos exteriores, pero el fondo del alma se puede franquear. En esa tienda abierta tenemos una figura del hombre que, desde lo profundo de sí mismo, puede oír lo que resuena en su interior o se le diga desde arriba; del hombre cuyo corazón está lo suficientemente abierto como para recibir lo que el Dios vivo y su ángel le comuniquen. En esa profundidad el alma de cualquier hombre se puede encontrar con Dios. Desde allá Dios nos habla a cada uno y se nos muestra cercano».

[Reposan los sentidos exteriores, pero el alma está despierta. Dice un punto de Camino (368). «¿Te aburres? —Es que tienes los sentidos despiertos y el alma dormida»].

«Sin embargo, la mayoría de las veces nos hayamos invadidos por cuidados, inquietudes, expectativas y deseos de todas clases; tan repletos de imágenes y apremios producidos por el vivir de cada día, que, por mucho que vigilemos externamente, se nos pierde la interna vigilancia y, con ella, el sonido de las voces que nos hablan desde lo íntimo del alma. Ésta se halla tan cargada de cachivaches, y son tantas las murallas elevadas en su interior, que las voz suave del Dios próximo no puede hacerse oír. Con la llegada de la Edad Moderna, los hombres hemos ido dominando cada vez más el mundo, y disponiendo las cosas a la medida de nuestros deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las cosas, y en el conocimiento de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la vez nuestra sensibilidad de tal manera, que nuestro universo se ha tornado unidimensional. Estamos dominados por nuestras cosas, por todos los objetos que alcanzan nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos para producir otros objetos. En el fondo, no vemos otra cosa que nuestra propia imagen, y estamos incapacitados para oír la voz profunda que, desde la Creación, nos habla también hoy de la bondad y la belleza de Dios».

[Pensemos un poco si nos pasa esto. ¿Dónde están nuestros pensamientos y nuestro corazón? ¿Qué es lo que los llena el alma? ¿Vamos adquiriendo cada vez más gusto por las cosas de Dios? ¿Vamos desarrollando la capacidad para lo espiritual, para oírle?].

«Ese José que duerme, pero que al mismo tiempo se halla presto para oír lo que resuene por dentro y desde lo alto —porque no es otra cosa lo que acaba de decirnos el Evangelio de este día—, es el hombre en el que se unen el íntimo recogimiento y la prontitud. Desde la tienda abierta de su vida, nos invita a retirarnos un poco del bullicio de los sentidos; a que recuperemos también nosotros el recogimiento; a que sepamos dirigir la mirada hacia el interior y hacia lo alto, para que Dios pueda tocarnos el alma y comunicarnos su palabra. La Cuaresma es un tiempo especialmente adecuado para que nos apartemos de los apremios cotidianos, y dirijamos nuevamente nuestros pasos por los caminos del interior».
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[Todos los años, el viernes de la primera semana de Adviento, en la Liturgia de las Horas, leemos un texto de San Anselmo, que nos puede ayudar a comprender la importancia del silencio. San Anselmo, de familia noble, nació en Aosta (Lombardía). Su madre confió su educación a los benedictinos. Mientras se reponía de una enfermedad decidió abrazar la vida monástica. Su padre, Gondulfo, se opuso a su vocación y Anselmo abandona la casa paterna. Viajó a Francia e ingresa en el monasterio benedictino de Bec, en Normandía. Llega a ser abad y, más tarde, arzobispo de Cantorbery (1093). Uno de sus escritos más famosos es el Proslogion:

«Deja un momento tus ocupaciones habituales, hombre insignificante, entra un instante en ti mismo, apartándote del tumulto de tus pensamientos. Arroja lejos de ti las preocupaciones. Reposa en Dios un momento, descansa siquiera un momento en él. Entra en lo más profundo de tu alma, aparta de ti todo, excepto Dios y lo que puede ayudarte a alcanzarlo; cierra la puerta de tu habitación y búscalo en el silencio. Di con todas tus fuerzas, di al Señor: “Busco tu rostro; tu rostro busco, Señor”. Y ahora, Señor y Dios mío, enséñame dónde y cómo tengo que buscarte, dónde y cómo te encontraré.

Si no estás en mí, Señor, si estás ausente, ¿dónde te buscaré? Si estás en todas partes, ¿por qué no te veo aquí presente? Es cierto que tú habitas en una luz inaccesible, ¿pero dónde está esa luz inaccesible?, ¿cómo me aproximaré a ella? ¿quién me guiará y me introducirá en esa luz para que en ella te contemple? ¿Bajo qué signos, bajo qué aspectos te buscaré? Nunca te he visto, Señor y Dios mío, no conozco tu rostro.

Dios altísimo, ¿qué hará un desterrado, lejos de ti?, ¿qué hará este servidor tuyo, sediento de tu amor, que se encuentra alejado de ti? Desea verte y tu rostro está muy lejos de él. Anhela acercarse a ti y tu morada es inaccesible. Arde en deseos de encontrarte e ignora dónde vives. No suspira más que por ti y jamás ha visto tu rostro.

Enséñame a buscarte, muéstrame tu rostro, porque si tú no me lo enseñas no puedo buscarte. No puedo encontrarte si tú no te haces presente. Te buscaré deseándote, te desearé buscándote, amándote te encontraré, encontrándote te amaré» (SAN ANSELMO, Proslogion, en Brev. I, Viernes de la Primera Semana de Adviento).

Se comprende que sólo podremos encontrar a Dios si entramos en nosotros mismos mediante el silencio interior. 

«Es el divino silencio que se hace en el alma cuando el hombre —invocando humildemente la ayuda del Espíritu Santo— consigue acallar en su mente y en su corazón las voces de la imaginación incontrolada, del egoísmo o de las pasiones, para escuchar —en una quietud humilde y enamorada— solamente la voz de Dios» (J. Herranz, Atajos del si-lencio, p. 126).

Lo dice la Madre Teresa de Calcuta: «El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz» (Madre Teresa de Calcuta).

No tener miedo a aislarse de los demás: «Recogerse no es alejarse, aislarse. Es abrazar. Es re-coger en Dios a los otros y a las cosas que tenemos a nuestro alrededor» (De nuestro Padre, citada por J. Herranz, Atajos del silencio). La contemplación es acción más rectitud de intención; diálogo más amor al prójimo].

2. «He aquí la sierva del Señor»

[Ahora nos fijaremos en otra faceta del relieve portugués que llamó tanto la atención del Papa: la disponibilidad de San José para amar la voluntad de Dios, fuera cual fuera, que incluía el dolor y la incertidumbre].

«Pasemos al segundo punto. Ese José que vemos está pronto para erguirse y, como dice el Evangelio, cumplir la voluntad de Dios (Mat. I, 24; II, 14). Así toma contacto con el centro de la vida de María, la respuesta que diera ella en el momento decisivo de su existencia: He aquí la sierva del Señor (Luc, I, 38). En él sucede lo mismo con su disposición a levantarse: Aquí tienes a tu siervo, dispón de mí. Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir el llamamiento: Heme aquí, Señor, envíame (Is, VI, 8, en relación con I Sam, III, 8 y ss.). Esa llamada informará su vida entera en adelante. Pero también hay otro texto de la Escritura que viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús hace a Pedro cuando le dice: Te llevará a donde tú no quieras ir (Jn, XXI, 10). José, con su presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se halla preparado para dejarse conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere. Su vida entera es una historia de correspondencias de este tipo».

«Comenzó con la primera comunicación de las alturas: la del ángel al darle información sobre el secreto de la maternidad divina de María, el misterio de la llegada del Mesías. De improviso, la idea que se había hecho de una vida discreta, sencilla y apacible, resulta trastornada cuando se siente incorporado a la aventura de Dios entre los hombres. Al igual que sucediera en el caso de Moisés ante la zarza ardiente, se ha encontrado cara a cara con un misterio del que le toca ser testigo y copartícipe. Muy pronto ha de saber lo que ello implica: que el nacimiento del Mesías no podrá suceder en Nazareth. Ha de partir para Belén, que es la ciudad de David; pero tampoco será en ella donde suceda: porque los suyos no le acogieron (Jn, I, 11). Apunta ya la hora de la Cruz: porque el Señor ha de nacer en las afueras, en un establo. Luego viene, tras la nueva comunicación del ángel, la salida para Egipto, donde ha de correr la suerte de los sin casa y sin patria: refugiados, extranjeros, desarraigados que buscan un lugar donde instalarse con los suyos».

«Volverá, pero sin que hayan terminado los peligros. Más tarde, sufrirá la dolorosa experiencia de los tres días durante los que Jesús está perdido (Luc, II, 46), esos tres días que son como un presagio de los que mediarán entre la Cruz y la Resurrección: días en los que el Señor ha desaparecido y se siente su vacío. Y, al igual que el Resucitado no habrá de retornar para vivir entre los  suyos con la familiaridad de aquellos días que se fueron, sino que dice: No quieras retenerme, porque he de subir al Padre, y podrás estar conmigo cuanto tú también subas (cfr. Jn, XX, 17), así ahora, cuando Jesús es encontrado en el Templo, reaparece en primer plano el misterio de Jesús en lo que tiene de lejanía, de gravedad  de grandeza. José se siente, en cierto modo, puesto en su sitio por Jesús, pero a la vez encaminado hacia lo alto. Yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre (Luc, II, 19). Es como si le dijera: Tú no eres padre mío, sino guardián, que, al recibir la confianza de este oficio, has recibido el encargo de custodiar el misterio de la Encarnación».

«Y morirá por fin José sin haber visto manifestarse la misión de Jesús. En su silencio quedarán sepultados todos sus padecimientos y esperanzas. La vida de este hombre no ha sido la del que, pretendiendo realizarse a sí mismo,  busca en sí solamente los recursos que necesita para hacer de su vida lo que quiere. Ha sido el hombre que se niega a sí mismo, que se deja llevar a donde no quería. No ha hecho de su vida cosa propia, sino cosa que dar. No se ha guiado por un plan que hubiera concebido su intelecto, y decidido su voluntad, sino que, respondiendo a los deseos de Dios, ha renunciado a su voluntad para entregarse a la de Otro, la voluntad grandiosa del Altísimo. Pero es exactamente en esta íntegra renuncia de sí mismo donde el hombre se descubre».

«Porque tal es la verdad: que solamente si sabemos perdernos, si nos damos, podremos encontrarnos. Cuando esto sucede, no es nuestra voluntad quien prevalece, sino ésa del Padre a la que Jesús se sometió: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Luc, XXII, 42). Y como entonces se cumple lo que decimos en el Padrenuestro: Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo, es una parte del Cielo lo que hay en la tierra, porque en esta se hace lo mismo que en el Cielo. Por esto San José nos ha enseñado, con su renuncia, con su abandono que en cierto modo adelantaba la imitación de Jesús crucificado, los caminos de la fidelidad, de la resurrección y de la vida».

3. San José, peregrino

«Nos queda un tercer aspecto. Mirando a ese José que está vestido como peregrino, comprendemos que, a partir del momento en que supiera del Misterio, su existencia sería la del que está siempre en camino, en un constante peregrinar. Fue así la suya una vida marcada por el signo de Abraham: porque la historia de Dios entre los hombres, que es la historia de sus elegidos, comienza con la orden que recibiera el padre de la estirpe: Sal de tu tierra para ser un extranjero (Gen, XII, 1; Hebr, XI, 8 y ss.). Y por haber sido una réplica de la vida de Abraham, se nos descubre José como una prefiguración de la existencia del cristiano. Podemos comprobarlo con viveza singular en la Primera Carta de San Pedro y en la de Pablo a los Hebreos. Como cristianos que somos nos dicen los Apóstoles— debemos considerarnos extranjeros, peregrinos y huéspedes (I Ped, 1, y 17; II, 11; Hebr, XIII, 14): porque nuestra morado, o, como dice San Pablo en su Carta a los Filipenses, nuestra ciudadanía está en los Cielos  (Fil, III, 20)».

«Hoy suenan mal esas palabras sobre el Cielo: porque tendemos a creer que, apartarnos de cumplir nuestros deberes en la tierra, nos enajena de nuestro mundo. Tendemos a creer que nuestra vocación no es solamente hacer un Paraíso de la tierra y en esta concentrar nuestras miradas, sino a la vez dedicarle por completo el corazón y los esfuerzos de nuestras manos. Pero sucede en realidad que, al comportarnos de ese modo, lo que estamos haciendo justamente es destrozar la Creación. Ello es así porque, en el fondo, los anhelos del hombre, la saeta de sus ambiciones, apuntan en dirección al infinito. De aquí que, hoy más que nunca, comprobemos que únicamente Dios puede saciar al hombre por completo. Estamos hechos de tal forma, que las cosas finitas nos dejan siempre insatisfechos, porque necesitamos mucho más: necesitamos el Amor inagotable, la Verdad y la Belleza ilimitadas».

«Aunque ese anhelo sea insuprimible, podemos, por desgracia, desplazarlo de nuestros horizontes, y con ello perseguir las plenitudes buscando solamente en lo finito. Queriendo tener el Cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella y de la actual Sociedad. Pero, en su intento de extraer de lo finito lo infinito, el hombre pisotea la tierra e imposibilita una ordenada convergencia social  porque a sus ojos cada uno de ellos aparece como amenaza u obstáculo; y porque arranca del mundo material y del biológico, algunos de los componentes que necesitaría preservar para sí mismo. Tan solo cuando aprendamos nuevamente a dirigir nuestras miradas hacia el Cielo, brillará la tierra con todo su esplendor. Únicamente cuando vivifiquemos las grandes esperanzas de nuestros ánimos con la idea de un eterno estar con Dios, y nos sintamos nuevamente peregrinos hacia la Eternidad, en vez de aherrojarnos a esta tierra, sólo entonces irradiarán nuestros anhelos hacia este mundo para que tenga también él esperanza y paz».

4. Conclusión

«Por todo ello, demos gracias a Dios en este día porque nos ha dado ese Santo, que nos habla de recogernos en Él; que nos enseña la prontitud, y la obediencia, y la abnegación, y la actitud de caminantes que se dejan llevar por Dios; y que nos dice por esto mismo la manera de servir igualmente a nuestra tierra. Demos gracias así mismo por esta fiesta jubilar en la que podemos comprobar que sigue habiendo personas con el ánimo abierto a la voluntad de Dios, y preparadas para escuchar sus llamamientos y marchar a su lado hacia donde Él quiera llevarlas. E imploremos la gracia de lo Alto para que, demostrando también nosotros vigilancia y prontitud, y procediendo en nuestras vidas con loa misma plenitud de la esperanza, nos veamos un día recibidos por Dios, que constituye nuestro auténtico Destino de caminantes hacia la comunión en la vida eterna».

2 comentarios:

  1. Tan importante es el recogimiento que me recuerda unas palabras que dijo Jesús a santa Faustina Kowalska, cito aquí, textualmente: Cuando contemplas en el fondo de tu corazón lo que te digo, sacas un provecho mucho mayor que si leyeras muchos libros. Oh, si las almas quisieran escuchar Mi voz cuando les hablo en el fondo de sus corazones, en poco tiempo llegarían a la cumbre de la santidad.

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  2. Habeces es difícil estar en silencio con tantos ruidos en casa .TV .musica etc.cuando la familia no está en la misma sintonía .pero aún adi encuentro el silencio interior y la paz que necesita mi alma.amo a mi querido.San José esposo de Mria y padre de nuestro Salvador Rey de Reyes.

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